domingo, 24 de julio de 2011

El hombre expectante

¡Hola nuevamente!
Es domingo otra vez, y yo no les podía fallar. Si bien esto lo estoy escribiendo un viernes, a ustedes les va a llegar el domingo, asi que para el caso es lo meeesmo.
Repito con el formato cuento. Desde mi punto de vista esta enfocado desde una perspectiva que a más de uno podrá parecerle interesante, y espero que así sea.
Sientanse libres de comentar y criticar, dar sus apreciaciones, etc.
Durante toda la semana no voy a estar, me voy a Santiago del Estero, pero bueno, en mi regreso me encontrare con sus opiniones.

Como siempre, saludos cordiales, y los dejo con el texto.


Esta historia sucede un día cualquiera, en una ciudad cualquiera, y comienza cuando un hombre bastante especial se disponía a subir puntualmente al colectivo que, todas las mañanas a las 7: 33 AM, pasaba por aquella esquina de tan poca importancia que podríamos decir que era cualquier esquina. El hombre, al que por razones absolutamente desconocidas seguiremos llamando “el hombre”, se dirigía como siempre, obviamente, a su lugar de trabajo. Siguiendo con la línea de cosas sin importancia, aclaramos que el sitio en el cual trabajaba no era trascendente, digamos que ejercía su labor en cualquier lugar. Pero esto último tal vez si reviste cierto interés para la historia que nos compete, y con “esto último” me refiero justamente a que su trabajo era realizado en “cualquier lugar”. Lo entenderán cuando, en los próximos renglones, les relate a que se dedicaba este misterioso hombre. Tal vez se pregunten por qué tanto misterio con su oficio, por qué tanta espera, bueno, estoy tratando de crear una atmosfera apropiada para contarles lo curioso de su oficio. Aquí les va: el hombre era una especie de personaje de cuentos, historias, relatos. Si, así como les digo. Simplemente andaba por la vida viviendo, valga la redundancia. Le sucedían cosas, y esas cosas formaban parte de las historias que él mismo protagonizaba. Miles de escritores basaban sus textos en las vivencias de este particular, interesante y apasionante hombre. El hombre logró hacer un oficio y un negocio de la mismísima nada, explotando las mentes perturbadas de artistas que se encontraban sumidos en la desesperación absoluta que genera la falta de inspiración y creatividad. Antes de proseguir con mi relato, déjenme mostrarles explícitamente algo de su personalidad, qué será clave para comprender la historia: una persona que vive de esto, precisa que sucedan cosas, necesita exponerse pero sin forzar situaciones, pues así, generando sucesos de forma adrede, perdería credibilidad. Es por esto que el nivel de expectativa que maneja día a día es de un calibre cuanto menos llamativo, que podría destruirlo ante la más minima insatisfacción. Dicho esto, proseguiré con el cuento.

Como les había contado, arrancamos cuando el hombre subía al transporte público. Una vez arriba, saludó cordialmente al chofer, y le solicitó amablemente que le dispense un boleto de determinado valor. Mientras abonaba, decidió dar un vistazo hacia el colectivo en busca de un lugar para ubicarse. Tenía la fortuna de que el vehículo se encontraba lo suficientemente vacío como para que pudiese optar por diferentes asientos. Sucedió que en ese pantallazo, sus ojos se encontraron con una hermosa mujer que aparentaba rondar por su tercera década, de aspecto intelectual y con una mirada de intensa madurez y reflexividad. Ella estaba sentada en la anteúltima fila, en el asiento de la ventanilla, mirando a través de sus lentes hacia el paisaje urbano que atravesaban a esas horas de la mañana. El hombre cogió su boleto y directamente, pero haciéndose el desentendido, se dirigió hasta donde estaba esta señorita, y se sentó a su lado. Vaya sorpresa se llevó cuando se dio cuenta que existía una distancia considerable entre la entrada al colectivo y la parte trasera del mismo. Tanta distancia, que le había permitido al hombre crear una imagen bastante distorsionada de la señorita, en relación a la realidad que la cercanía le otorgó. La “señorita” había dejado de ser tal, para pasar a ser una señora de unos cincuenta y cuatro años, cuya mirada no decía nada porque en realidad dormía con su cabeza recostada sobre la ventanilla, mientras un pequeño hilo de saliva intentaba escapar de su boca, y por ende sus ojos permanecían cerrados incapaces de manifestar intención alguna. Todo fue cerrando, su madurez no era otra cosa que su edad, su reflexividad no era más que su quietud por estar en un estado de ensueño, y su belleza simplemente había sido fruto de la imaginación del hombre, que sintió la necesidad de otorgarle nitidez a un escenario que claramente se encontraba apaciguado por la lógica distancia. No es que la señora fuese fea, o desagradable, de hecho hubiese sido probable que en otro escenario, contexto o situación, se presentase como una señora interesante y atractiva; el tema era que en esta oportunidad la perplejidad que había sentido el hombre ante la sola presencia de esta mujer, se vio desplomada instantáneamente ante el reconocimiento de una inequívoca realidad. Así fue que después de treinta y siete minutos de viaje, el hombre se levantó del asiento, tocó el timbre, y se bajo del colectivo en la parada correspondiente, que obviamente, para el relato es simplemente un parada cualquiera.

Transcurrieron varios minutos mientras el hombre caminaba sin rumbo por las calles de aquel barrio. Todo comenzaba a llamarle la atención, todo despertaba en él una atracción inexplicable, cualquier fenómeno por más ordinario e intrascendente que fuese, causaba en este hombre la impresión de algo magnífico. Claro que ninguna de estas cuestiones era de semejante importancia, y el hombre lograba darse cuenta de esto a los pocos minutos, desilusionándose de manera rotunda ante cada encuentro con esas pequeñas e insignificantes realidades.

En un determinado momento, después de descubrir que aquél perro que pasaba por la vereda de en frente no lo estaba mirando de reojo y de manera amenazante, sino que simplemente estaba allí olfateando el piso y buscando algo para alimentarse, se dio cuenta que en la siguiente esquina había un claro tumulto de gente. Un conglomerado de personas acongojadas por lo que seguramente, y ya sin dudas, era una situación extrema, traumática, casi única. La ansiedad se apoderó de él, esto era, algo dentro de él se lo decía, era una sensación inexplicable, la acción era inminente. El hombre se lanzó en una carrera recta hacia su destino, corrió apresuradamente hacia el lugar con los ojos bien abiertos y todos los sentidos plenamente activados. A mitad de camino sus sensaciones de seguridad se empezaban a ver apaciguadas, y nuevamente la inflexible realidad era la encargada de decepcionarlo. Ya llegando empezó a ver que la gente se dispersaba, curiosamente todos en el mismo sentido. Decidió levantar un poco más la vista, para apreciar que pasaba en los alrededores, y allí fue cuando notó que estaba en presencia de una esquina que lisa y llanamente, tenía un semáforo, y este mismo se había puesto en rojo para los vehículos, y verde para los peatones, permitiendo de esta forma que la multitud se disipe. Claro, todos nosotros imaginábamos que esto iba a pasar, dados los antecedentes realmente no podría haber sido de otra manera. Pero el hombre no lo pudo preveer, y lanzó un grito quebrado al aire, que a los pocos segundos decidió enmudecer por la vergüenza que le provocaba. Ante esta nueva frustración decidió emprender su vuelta a casa, sabiendo que ni siquiera era el mediodía, pero convencido de que no tendría posibilidades de conseguir tan siquiera un poco de “acción”.

Así fue un día de fracasos para este hombre. Este hombre que paso de estar expectante a estar frustrado. Este hombre que vivía esperando que las cosas lleguen, sin entender que la espera es la quietud, y que la quietud es la inacción. Intentó transformar la suerte que alguna vez tuvo, en una rutina incansable de sucesos extraordinarios que adornaran el aburrimiento que el mismo había creado e intentado ocultar. En definitiva la expectativa lo venció, porque fue creciendo a medida que crecía el aburrimiento, y fue esa retroalimentación la que lo llevó a no poder satisfacer sus propias metas, que eran tan grandes como ridículas. Nunca comprendió que debía salir de su sedentarismo mental y comenzar a actuar para amoldar sus expectativas a sus realidades.

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